E-13 Viajeros al tren… destino Luxor

No me da miedo viajar, nunca estoy nervioso en el avión, el barco, el tren, el autobús, pero hasta que llego al medio de transporte de mis viajes, lo paso muy mal. Nunca he perdido un vuelo o un tren, aunque de estos sí que he tomado alguno en marcha. Me gusta estar un rato antes, por eso le pedí a Karím que viniera sobre las 7 de la mañana, así tendríamos unos 20 minutos para llegar a la estación y otros tantos para encontrar nuestro andén, nuestro tren, nuestro vagón y nuestro asiento.

Me levanté temprano y como ya tenía todo recogido, coloqué las últimas cosas que había utilizado y cerré la maleta. Me dirigí a desayunar y, el muchacho que solía atenderme no estaba. Comencé a inquietarme porque quería desayunar, la noche anterior solo había cenado una vez y tomado un zumo, en lugar de las dos o tres cenas habituales. Además supuse que en el tren no sería fácil conseguir comida y al ser Ramadán tenía el riesgo de pasar muchas horas sin comer, quizá hasta las seis y media de la tarde, nuestra hora aproximada de llegada a Luxor.

Por más ruido que hice nadie apareció y mi desayuno estaba peligrando porque se acercaba la hora en la que tenía previsto encontrarme con Karím, así que decidí ir a la habitación y sacar mi maleta, y así me dirigí a la terraza. En ese momento aparece el chico que me ponía el desayuno y casi a la vez recibo un mensaje de Karím, anunciándome que en 10 minutos estará en la puerta del hotel, para que vaya bajando, así que al chico le digo que no quiero lo de siempre, que basta con un té y algo de pan con queso o mermelada. No es que el desayuno habitual fuera mucho más, pero no tenía tiempo para tomármelo, así que, a toda prisa engullí lo que pude, salí corriendo de allí, entregué las llaves en recepción, me despedí a lo rápido y salí a la calle. Cuando yo salía un taxi se acercaba a la puerta, en él iba Karím, así que continuamos viaje hacia la estación de tren de Ramsés.

Cuando estamos llegando, por esas complicaciones que suponen las grandes vías de Cairo que suelen ser de un solo sentido, nos apeamos lejos de la estación, en lugar de hacerlo en la puerta; luego supe que llegar a la puerta nos habría costado más tiempo y más dinero. Tuvimos que ir por un viaducto sobre los viales y al bajar llegamos a la estación. Buscábamos el andén nº 8, que en eso ya me había fijado yo el día anterior al sacar los billetes, confirmándoselo a Karím un trabajador de la estación, con gran sorpresa para él por mi acierto. Nuestro vagón estaba algo lejos, viajábamos en primera y tuvimos que recorrer buen trecho en el andén hasta llegar. Subimos al tren, localizamos los asientos y hubo tiempo para poco más que comprar dos botellas de agua y un paquete de galletas. No pudimos conseguir nada más.

Viajando en primera clase de los llamados trenes españoles
Puntual a su hora, el tren partió de Cairo, comenzando para mí la tan ansiada travesía hacia Alto Egipto. Karím está cansado y pronto se pone a dormir. Yo con el té del desayuno estaba ya activo para unas horas, mirando por las ventanillas e intentando aprehender todo el paisaje que por ellas se colaba. Muchas horas nos esperaban pero el asiento era cómodo y el aire acondicionado, al menos a esa hora de la mañana, resultaba agradable. Así fue transcurriendo la mañana, en la que otros pasajeros, como nosotros, con parecido o idéntico destino, dormitaban en el vagón.

Salí a la plataforma a fumar, porque dentro estaba prohibido y también me acerqué al vagón cafetería aunque, más valía que no hubiera ido, porque su aspecto era deprimente. Si los vagones de primera, aunque viejos, se veían limpios, todo cambiaba en la cafetería y en los vagones de segunda. Tuve que ir al aseo, por llamarlo de algún modo y, aunque no era el aseo en el que estuve en Cairo, también allí había que llevar cuidado con no tocar nada, si no querías salir impregnado de extrañas sustancias.

Cada cierto tiempo pasaba un camarero con vasos de té en una bandeja, incluso nos ofreció unos bocadillos en alguno de sus paseos. Algún cristiano sí que pidió algo, pero la mayoría de viajeros se abstuvo de tomar comida o bebida alguna, excepción hecha, eso sí, de dos hombres que viajaban dos asientos delante de los nuestros, eran alemanes y hacían lo mismo que yo, viajar hacia Luxor. Uno de ellos resultó demasiado germánico, poco comunicativo, pero con el otro, en inglés, sí puede entenderme y el intercambio de información sobre posibilidades de alojamiento y de excursiones desde Luxor sirvió para pasar un buen trecho de aquel viaje. No obstante (esta es una impresión personal, de las que a veces hago sin querer y que suelen acertar casi siempre) me pareció apreciar cierto sentimiento de superioridad sobre los egipcios, cierto desprecio, también hacia Karím, por parte de los prusianos.

Me dije a mí mismo que esas corazonadas no debían condicionar mi comportamiento, que no había ni una sola prueba de que mis pensamientos fueran ciertos, pero no pude olvidarlos. No hablaban con él, no hablaban con ningún egipcio, tan sólo con el camarero que les traía el té, y lo justo para pagarle porque, para pedir lo hacían con señas. Tengo amigos alemanes y hasta cocinan pan alemán cuando voy a verlos, simplemente porque voy yo, no creo que a estas alturas tenga que enseñar un carné de antixenófobo, pero no me cayeron bien, y no fue por prejuicios antigermánicos. Reconozco que, desde que me puse en prevención, todo lo que hacían o decían me parecía racista, pero es que seguramente lo eran, así que decidí no continuar conversaciones que, además, implicaban cierta incomodidad, al estar separados por una fila de asientos.
La cara todavía colorada por el sol que hacía durante la visita a las pirámides.

Durante el viaje mi compañero comienza mi instrucción en frases elementales: Ana Karím, me dice, enta Antonio. Yo le contesto Ana Karím enta Antonio. No, no, la, la. Ana Karím, enta Antonio. Ah, le digo, Ana Antonio, enta Karím, y me contesta ah, ah, esto es, si, si. Entonces continúa él: Ana hena, enta hena, ana w enta hena. Y yo contestando Ana hena, enta hena, ana w enta hena. O sea, yo aquí, tu aquí, yo y tu estamos aquí.

Tan inmerso estaba en mis clases de árabe que no me di cuenta de que uno de los pasajeros egipcios nos estaba escuchando y nos miraba, hasta que me dice, corrigiéndome: Enta hena: tu aquí. Lo miro y le digo Ana hena, shokran, gracias, y él comienza a reírse, mirando a Karím y haciéndome un gesto con el pulgar en señal de aprobación. Por supuesto no era más que una invitación para iniciar una conversación en la que informamos a nuestro interlocutor, en inglés y egipcio, de nuestro destino y nuestros planes. Él iba a Aswan, pero volvería a Cairo antes de que nosotros llegáramos a su ciudad, así que perdimos la ocasión de contar con él para nuestra visita, aunque parecía que lo sintiera él más que nosotros.

Esta hospitalidad, esta amabilidad, esa amistad que te ofrecen nada más conocerte es la que a los occidentales nos hace recelar de ellos, y yo seguiré tomando mis precauciones, porque un cuidado elemental hay que tener siempre, pero mi experiencia me dice que sí, que lo dicen de verdad, que te ayudan en todo lo que pueden, que lo hacen de corazón. Para ellos el tiempo tiene un valor distinto, como he dicho antes, en el país de la eternidad, de la inmortalidad, el tiempo es algo sin importancia. Para nosotros, occidentales, el tiempo es oro, para ellos es algo que sucede, sin más.

Estas conversaciones con los egipcios del tren iban acompañadas de apretones de manos, bromas, ofrecimientos y familiaridades impensables para nuestros acompañantes germanos, eran la salsa de mi viaje, lo que normalmente es más difícil encontrar en el típico viaje organizado (aunque no es imposible, ni mucho menos) y yo lo estaba pasando de maravilla.

Mi condición de cristiano me permitía beber y comer, pero no teníamos comida, bebida sí que teníamos, por supuesto agua, aunque podía pedirme en el tren algún té. Sin embargo me parecía mal tomarlo delante de Karím, aunque me rogó que comiera algo, y de los demás musulmanes, así que me fui a la plataforma, donde fumaba y me comí las galletas, pocas y nada recomendables, pero tenía hambre. Me fui a la cafetería y me pedí un té, allí lo tomé con algunos cristianos y con musulmanes que, por alguna razón, no ayunaban ese día, supongo que por estar de viaje que, junto a la enfermedad son los dos motivos que yo conozco por los que pueden romper el ayuno a condición de que lo recuperen tras el mes de ramadán.

Se acercan las cinco de la tarde, media hora después ya podrán comer los musulmanes y el camarero comienza a atender las solicitudes que le hacen los pasajeros. Un desfile de bocadillos, vasos con té, dulces, pasa ante nosotros y, como no llevamos comida nos unimos a los hambrientos peticionarios. Yo puedo comer cuando quiera, pero decido esperarme, los musulmanes me miran extrañados, comienzan a decirme enta mushry (tu eres egipcio) pero en realidad lo único que hago es esperar a Karím, total, esperar un poco más no es tan grave. Será el hambre o el aire acondicionado pero tengo frío, algunas personas se han puesto prendas de manga larga y yo no tengo ninguna, así que, para aliviar el frío de Karím y, sobre todo, el mío, abro mi maleta, saco mi galabeya y me la coloco encima, mientras a mi compañero le doy un pañuelo turbante con el que se cubre los hombros.

Un hombre mayor pasa con una bolsa llena de dátiles, va ofreciéndolos a todos los pasajeros musulmanes del tren, yo recuerdo que la forma “especial” de romper el ayuno de ramadán es tomar dos dátiles con un vaso de agua y, cuando el hombre llega a nuestro asiento Karím acepta los dátiles y yo… también. Supongo que por cortesía, o por verme con la galabeya, el hombre me hizo el ofrecimiento y menos mal que los acepté: pocas veces he comido dátiles como aquellos, quizá ninguna, estaban riquísimos, como pude saborear cuando uno de los musulmanes anunció a los demás que ya podían comer y yo, después de mi ridículo desayuno de las 7 de la mañana, un pequeño paquete de galletas y un té, vuelvo a tomar alimento sólido.

Nos comimos los bocadillos que habíamos comprado al camarero y unos tés que me parecieron riquísimos, a dos libras, (en Cairo pagaba media libra en la calle, una en locales y dos en hoteles), y nos ofrecieron comida de unas fiambreras que llevaban algunos musulmanes pero que rechazamos por tener ya comida, y por vergüenza, porque, al menos yo, me quedé con las ganas, no por hambre, sino por probar aquellos guisos.

Todavía transcurrió más de una hora hasta que llegamos a nuestro destino, Luxor, ya es noche cerrada, nos despedimos de los musulmanes que continuaban camino hacia Aswan y descendimos del tren, yo con mi galabeya y un montón de ilusiones, Karím con su sonrisa.

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